Este siempre ha sido un tema de vital
importancia y constante preocupación para mí.
A donde voy mi atención se centra primordialmente en el funcionamiento
del sistema de transporte de esa ciudad. Me fijo en su estructura, su
organización y esencialmente, en la manera en la que los ciudadanos lo
utilizan. Claro, ahí es donde me centro porque de donde yo vengo no sabemos
utilizar un medio masivo de transporte, así que cualquier asomo de un buen
comportamiento, digno de humanos y no de neandertales como lo es en mi ciudad
natal despierta mi interés.
No he pensado siquiera qué voy a escribir
en este párrafo y ya me está subiendo la rabia y me contagio de la indignación
que me produce reflexionar sobre el lugar donde vivimos. Porque, ¿en qué época
estamos para que alguien se cole en una estación de Transmilenio arriesgando su
vida para luego atacar la vida de otro cuya sublevación de intelecto (y de
todo) era superior, y luego devolverse a su guarida tal y como llegó?
Si se van a indignar, si se van a quejar,
háganlo bien. ¿Pero bajo qué fundamento (y escrúpulos y moral y ética) alguien
que no paga un pasaje va a ir a cuestionar a las autoridades, al distrito y al
sistema? Y aparte, esa “inconformidad” convertida en ira los conlleva a cometer
actos vandálicos que empeoran toda la situación. Qué falta de respeto. Que
falta de vergüenza. Yo no entiendo qué ha hecho esa gente toda su vida para cometer
tales estupideces. Lo único que logran es llevar a la ciudad a un condición
semejante a la que tienen dentro de sus cabezas. Claro, sé que para muchas
personas $1.500 pesos entre el transporte y, qué se yo, la comida propia o la
de sus hijos es una cuestión de gran relevancia; pero esa no es la actitud a
tomar.
Tampoco quiero que entiendan que estoy
diciendo que el sistema es tan genial que sus acosadores son unos ineptos
(aunque de hecho sí lo son). Claro que el sistema tiene sus problemas, sus
falencias, carece de claridad y de eficacia. Pero si se adopta con una
disposición de esa índole no se va a llegar a ningún lugar.
“Una
ciudad desarrollada no es aquella donde el pobre tiene auto, sino donde el rico
usa transporte público” es la cita que aparece en el editorial de hoy del
periódico El Tiempo. Pues en Bogotá todos somos pobres. Y no lo digo por la
condición social ni el nivel de adquisición, sino por los constantes estados de
colapso al que entra la ciudad cada periodicidad. El autor aplaude el
Transmilenio de la carrera séptima. El único que a pesar de ciertos altibajos,
funciona decentemente. Sus pasajeros no son los usuales que se ven en una
buseta cualquiera. Esto demuestra el disgusto que tenían las personas frente a
los buses tradicionales, donde no hay espacio para uno, el pasajero, pero sí
para el vendedor que para agraviar la experiencia le comparte su historia de
vida, que siempre ha de contener mínimo dos homicidios pero que ya se
rehabilitó para nuestra fortuna; donde las señoras comen mandarina o Bon Yourt;
o donde el estado de los tubos es tan dudoso que un simple raspón es materia de
preocupación, como le sucedió a quien escribe.
Claro, a toda luz tiene que llegar
oscuridad. A toda mano hay que cogerle el codo. Ya hay personas que se
escabullen debajo de los torniquetes o que su volumen de inteligencia es tan
estrecho que caben dos en un solo hueco, para solo pagar un pasaje.
No soy un estudiado en el tema y puede
que esté equivocado pero puedo proponer soluciones para el buen funcionamiento
de las rutas, los buses y las estaciones. Pero para la plaga de colados y
desadaptados las únicas medidas que tengo me tildarían de desadaptado a mí y de
inhumano, por lo que prefiero reservármelas.
Es mejor también no hablar por ahora de
los carros y sus fascinantes conductores, para eso también podría utilizar toda
otra entrada. La finalidad de la entrada de hoy era simplemente sacar a flote
ese pequeño disgusto frente a la sociedad en la que vivimos los bogotanos, por
más que mis homólogos los blogueros también lo hagan desatando cada 8 días más
repudio hacia la ciudad con sus habituales crónicas de atraco o trancón.
Cada vez más Bogotá se entona en el
camino de una ciudad (el título mínimo que debería recibir) en términos de
transporte público. El terrible matrimonio entre un sistema fallido e
incompetente con una población ineducada, basta y grosera lleva a los
espectadores a pasar por malos tiempos. Pero serán estos mismos quienes deben
encargarse de hacerle una intervención a ambos miembros de la pareja, llevarlos
al divorcio y promulgar así una mejor ciudad para todos.
Aclaro: este tema se me vino a la cabeza
no por la editorial de hoy del diario, sino por las tres millones de
adversidades que sufrí yendo y volviendo.
Los tres de reposición de la semana: Manchester roja, como siempre lo fue; la clasificación de River y el gol de Santos Borré a Medellín
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