El
brillo de las luces del naciente sol se vislumbraban a través de las ventanas.
Se veía una nueva tierra. Un lugar que está un día adelante del sol, pero a un
millón de años luz de la vida.
¿Japón?
Pokemon y Dragon Ball. Sushi y sumo. El tren bala y el Monte Fuji. El anime y
el hentai. Qué más iba a saber. Nadie me dijo que tenían tres alfabetos, uno
más complicado que el otro. Qué iba a saber que los desadaptados se paran en
los 7 Eleven por dos horas a leer manga. Jamás sabría que se inventaron unos
triangulitos de arroz llamados onigiris que consisten en el cielo envuelto en
una alga. Nunca, pero nunca, imaginé que existía un lugar en el universo en el
que te agradecen y te hacen una venia cuando sales del estadio tras haber
gritado, puteado e insultado.
El
distanciamiento genera una percepción de entrevisto de la historia. De cómo decisiones
anteriormente tomadas conllevan a unos a triunfar y a otros a verse sumidos en
un mundo no tan triunfante.
Difícil
coexistir en un país que está a la par del avance y de lo que en el tercer mundo
se conoce como la “civilización”, pero a la vez mantiene una lucha permanente
por subsistir a costa de sus raíces y sus tradiciones que mantuvo celosamente
bajo llave durante doscientos años.
Basta
con una hora en el aeropuerto para darse cuenta por qué la histeria hacia la
conservación de ciertos aspectos que terminan siendo únicamente ligeros
detalles. Pues, son estos detalles los que hacen que una insignificante isla sea
la tercera economía del mundo, tenga la mayor esperanza de vida y haya
reconstruido una vía 5 (cinco) días después de que el peor terremoto de su
historia la hubiera devorado.
Basta
con una hora para que desde ya el país te empiece a cautivar. La invisibilidad
del afecto golpea con mayor impacto y su efecto, con tanto descontrol, deja una
dubitación sobre si nuestra existencia y nuestra ubicación es real, es añorada
o es mentira.
En
la tierra de los samuráis, sabios honorables con la lealtad como su arma más
preciada, el cielo tiene un azul más penetrante. El viento tiene un olor que es
frío, pero que agrada cada vez que se abre la ventana. La naturaleza produce
una sensación húmeda pero, a la vez, un aspecto ardiente.
Fueron
estos mismos samuráis quienes, al abrirse al mundo, cometieron el mayor acierto
desde que crearon el nikuman (dumpling tipo japonés) y el mayor error desde que
lo limitaron sólo a los tiempos del invierno.
Pero
bueno, ya está, la cagaron. Le dijeron hola qué tal al capitalismo y al Súper
Bowl y estos les tendieron un codo recubierto de uranio. Qué se puede hacer.
Pues hicieron, y mucho. La cagaron y en 10 años construyeron el Shinkansen, una
esclarecida bestia que abruma a cualquiera que lo ve y aturde a cualquiera que
lo monta.
Shinkansen
significa literalmente “nueva línea troncal”. Y eso es lo que es. Una
innovadora línea de trenes de alta velocidad. Fueron los occidentales quienes
optaron por llamarlo tren bala. Y efectivamente, el tren es una bala. Pero no
había necesidad de alardearlo con ese nombre tan rimbombante. Un pequeño ejemplo
de una cosa llamada humildad, que en este misterioso lugar humildemente no ven
la necesidad de presumirla.
Y es
que es precisamente el Shinkansen es el verdadero reflejo del renacer. De cómo
surgió de las literales cenizas negras y verdes, ardientes y volátiles, un
fénix cuya envergadura es quizá una las más grandes que jamás hayan existido,
pero su vanidad e engreimiento pasan totalmente desapercibidas por el acusador
ojo de hoy.
Los
albergues de este fénix son tumultos regados de concreto. Un ecosistema donde
la predominancia del gris genera una sensación de ambigüedad. Sólo se clarifica
el altruismo que resuelve la lucha de las desigualdades y guía hacía el patrón
del desarrollo, de la sensatez y de la sabiduría.
Cuando
se ausenta el sol, ese que da la vida por estar nuevamente en primer lugar en
el país de la cohesión, entran en escena el arrebatamiento, la pasión y la
intensidad. El ímpetu de las precipitadas luces incandescentes de los anuncios
hace que pareciera que lucharan entre sí por obtener un vistazo y acaso una
opinión.
Medianamente
al levantar la mirada y enfrentarse con avenidas, puentes, aplomos y
disparates, fulgor y oscuridad, locales, inmutación, arrebato, el torrente de
música apresurada, el desenfreno por encontrar el mejor ángulo, el alcohol, los
ruidos, los sonidos, lo que está y lo que no está, las miradas que van y
vienen, el deseo y el delirio hacia éste, los automóviles, la tecnología, el
agua, la tierra, la altura, la bruma, las sombras, la desesperación, los trenes
que salen, aquellos que dicen adiós, aquellos que sonríen, aquellos que ven
esperanza alguna y aquellos que el infortunio los llevó a despreciar, aquellos
que aman y aquellos que amaron, la constante búsqueda de lo idóneo, el sabor,
los excesos, la sobriedad, la furia y lo invisible, se descifra que siempre
serán obra del ser.
La
blanda risa de un oriundo es una mezcla de sensaciones. Dan las ganas no sólo
de volverla a oír, sino de volverá a ver. Son tan genuinos y auténticos que
esta misma originalidad no les permite vivir a gusto con sí mismos y por eso
recaen en el funesto hábito de prestigiar otras civilizaciones. Es una
admiración inentendible y disparatada la que le prestan a otros mundos, a otros
idiomas.
Las
palabras suelen carraspear, pero por el hecho de escucharlos hablar ese
lenguaje tan intrépido y programado lo sacrificaría todo. La palabra ternura se
queda corta para describir lo que es un japonés hablando su idioma. Sus
expresiones son concretas, pero sinceras. La timidez se desvanece como el trago
que van bebiendo a un ritmo acelerado a lo largo de un período de tiempo que se
destaca por ser modesto y breve.
Cuando
desapareció la duda, llegó la confluencia de miradas con aquella pasajera al
andar de un lado al otro. Se percibía una terapia de amor intensiva, tan
intensiva como la profundidad de sus ojos. La suavidad de su cara sincronizaba
perfectamente con su pelo. Y al final llegó. Fueron tres segundos de una mirada
aguda, pensante y curiosa. Afirmaría que conocí en su totalidad lo que me restó
por conocer en ese corto instante. De repente, se precipitó la risa. Quedé
inmóvil, anonadado. Intenté reírme con la frescura con la que ella lo hacía.
Imposible. La atracción sonrió y vanidosamente se apartó.
Cualquiera
con todo el derecho del mundo encontrará la dificultad de diferenciar a un
japonés de los demás asiáticos. Sólo hay que encontrar el brillo de sus ojos. No es más.
Este
un lugar difícil de entender. Como en aquellas incoherencias cotidianas, el
desafío por apreciarlo requiere de paciencia y entendimiento. No cautiva a
todos pero sí a muchos. Enamora, ocasionalmente, a algunos.
No
te da espacio para pensar. Son tantos latidos con tanta presión ametrallados a
una velocidad espacial que obstaculizan que aquél desgraciado en busca de la
desgraciada razón no tenga la oportunidad para encontrarla en esta ocasión.
Y
hablando de sentimientos, cuando el cielo sobre las montañas se tiñe de morado
y el cauce de los ríos toma tranquilidad, se inicia una ebullición de una
materia desconocida e imperceptible. La intangibilidad del amor entra en su
etapa crítica y lo inverosímil se adueña de la escena. Se esparce por medio de
ecos y ondas transparentes. Este es un lugar donde dejamos sueños e ilusiones. Es
un alivio que nos topamos ante el precipicio de la humanidad.
Todo
ya está escrito. Pero al especular los grados de brillo, del contraste y de la
luz, supe que las partículas de amor no se activan comúnmente. Son muy pocas
las personas, los lugares o las situaciones quienes poseen la magia para alterarlas.
Japón lo hizo de una manera descomunal. Quien escribe este texto lo experimentó
y, sin aliento ni palabras, le seguirá agradeciendo hasta que el sol desaparezca.
Ya
nos volveremos a encontrar.