jueves, 10 de diciembre de 2015

Sobre la noche más roja de todas

El silencio que se produce entre el punto en el que balón entra en contacto con el pie del jugador y finaliza rozando la red de una manera poética y delicada o saliendo a volar a cualquier otro punto fue esta vez más penetrante. Fue eterno. ¿La recompensa? No un grito de gol, un estruendo de felicidad absoluta. En mi caso, fue de apoyo y alegría por ver lo que estaba sucediendo.

Por primer vez pude vivir y aprender cómo se gana un título. Y no es ir a un partido y decir vamo rojo y gritar y putearlos a todos y luego uf ganamos vamo a celebrar y ya. El título se comienza a ganar desde el primer partido. Desde la primera victoria, la primera derrota. La conquista de un título requiere dejarlo todo, perder, ganar, pelear, querer, ambición.

Como siempre, unos mejores que otros. Unos más goleadores que otros. Unos más borrachos que otros. A unos se les agradece más, otros en la sombra. Unos se rompen más y sólo gracias. Otros, son ídolos y ya está. El fútbol es un complejo donde el nivel de idolatría no está del todo configurado. Afortunadamente, el fútbol es un sistema donde antes que el genio, vienen los muchachos. Unos brillan menos, pero igual ganan. Igual tienen su medalla en casa e igual salen en el afiche. Porque, de algún modo u otro, si no hubieran estado en el equipo con sus compañeros durante esos seis meses, a lo mejor no habrían salido campeones. Quien quita que el más banqueado sea el que da el mejor discurso, nunca se sabe.

La exaltación que acompaña al correspondiente título enceguece, atolondra. El ser humano vuelve 5 millones de años atrás y se convierte en un orangután. Un orangután feliz que sólo quiere hablar y que le hablen de su equipo y de su título. Que por los próximos días no sabrá decir otra cosa sino “campeón” y que esa noche saltará y gritará como si el tiro que pegó en el palo jamás hubiera terminado. Como si el balón siguiera suspendido en el aire todavía y a su lado, su manada de primates estarían abrazándolo estrepitosamente, como si estuvieran sacudiéndose todo ese polvo de tiempo amargo que han tenido que pasar, desprendiéndose de él para siempre.

Pero más allá de todo, la copa alzada anoche significó algo más para mí. Hay una persona que ha presenciado todos los títulos, todas las ligas y todas las copas de la historia. Es increíble cómo a su avanzada edad el equipo sigue siendo su mayor prioridad y sigo preguntándome cuándo será la primera vez en la que, por primera vez, me dirá que los jugadores andan jugando bien y que el equipo va por buen camino. Seguramente el título de anoche no lo convenció del todo y tendrá algo que reprochar. A pesar de todo, mira todos los partidos y si no lo logra, porque todavía le da por trabajar, se pone al día como sea, para seguir criticando. Hace muchos años sus ídolos fallecidos están clamando por tenerlo a su lado y él, terco, todavía no quiere. Hace unos meses le dieron un ultimátum y supongo que sólo exigió una condición: ver por primera vez a su equipo levantando una copa continental. Decirse, jueputa, soy el rey del continente. Ayer lo consiguió y quien quita que en agosto diga “ahora gané Libertadores, ya está”. O quien quita que le queden muchos más títulos por venir.
Fue precisamente él quien me llevó por prime vez a ese sitio tan exótico llamado cancha. Fuimos a ver a su equipo, contra lo que sería mi futuro equipo. Fuimos a ver esta güevonada que nos hace tan felices llamada fútbol. Mi alegría de anoche, fue por él.

Lo declaro y lo repito: me hizo muy feliz lo conquistado por el rojo. Era merecido y le venía haciendo el quite hace muchos años. Ya era hora de que los equipos colombianos –todos- se agrandaran y dejaran ese complejo de inferioridad frente a los argentos y los brasileños. El fútbol colombiano cada día está más cerca de meterse en su totalidad dentro de la élite del fútbol mundial y, aunque alegrías nos ha traído –más allá de ser el país más feliz del mundo-, existen todavía bastantes caminos por recorrer. Todos con un dulce final.


Lo de anoche me demostró que un título no es sólo una estrella más, no es solo celebrar y restregárselo al de la otra vereda. Va más allá de eso, porque así es la vida. Un título significa muchas cosas. Y todas esas cosas se acumularon anoche, entre la música, los gritos, las banderas y el cielo teñido por los fuegos artificiales. Se acumularon en la noche más roja de todas.