En enero se jugaron dos. En noviembre,
otros dos. En octubre otro –o se intentó jugar bajo la lluvia–. El domingo
viene otro, el jueves otro y el siguiente jueves otro. Ocho superclásicos en 7
meses. ¿No es una gran cantidad?
Cuatro de estos partidos no se acordaron,
se dieron ya sea por el azar, el destino o, en el escenario más escéptico, el
amañe. Viendo un programa, que no es de fútbol, hablaban que juegue quien
juegue, sin importar la situación ni las circunstancias, superclásico es
superclásico. Es la mística que este inspira. Es el estado de ánimo que
soportarán los hinchas hasta el siguiente. Es un partido donde no importa que
tu equipo gane, sino que el otro pierda.
Pero, ¿no es mejor dejar almacenadas esas
ganas? Que ese brote de pasión y sentimiento por un equipo explote de una
manera aún más monumental cuando este juegue. No comprendo cómo es posible que
un hincha tan fervoroso como lo es el argento logre soportar –y su corazón
también– tantos superclásicos en tan poco tiempo. Lo que quiero decir es que, con una
seguidilla tan corta de estos partidos y sin importar lo trascendental que sea
el encuentro –octavos de Libertadores como ahorita–, se desgasta ese encanto y
esa magia que genera cada uno de estos espectáculos.
Claro, mucha gente diferirá. Para muchos,
que hubiera un encuentro bonaerense cada ocho días. ¿Pero tanta repetición no
agota el ánimo? Qué gracia tendría mofarse del equipo perdedor si en una semana
el mofado puede ser uno, y luego en dos vendría la misma historia, y así.
Un superclásico es una cuna de ídolos, de
historias, de leyendas. Es como una final: la tensión y los nervios generan un
pésimo juego, pero un show hermoso, hasta Disneyworld tendría envidia: la
salida, los tifos, los cantos, las hinchadas, los goles. Durante esos 90
minutos, la consagración para un jugador con su público está a la vuelta de la
esquina. Las memorias que puede dejar en la mente del pueblo argentino y
mundial –recordemos que el superclásico
argentino aparece catalogado por muchas publicaciones como un evento deportivo
al cual hay que asistir antes de morir– son infinitas. Sino miremos un claro
ejemplo reciente.
Era el último partido en el que Juan
Román Riquelme enfrentaba a su rival de patio con el equipo de sus amores en
Brandsen 805. Nos dejó claro que el fútbol se puede resumir en un gol: duró 4
minutos protestándole al árbitro por la cercanía de la barrera a la cual en 0,2
segundos dejó en ridículo, sumando también a Barovero, quien pareciera haberle
querido rendir un tributo al último 10 del fútbol argentino. Se quedó estático,
viendo como la pelota subía y bajaba por el cielo de Buenos Aires y como
acariciaba el travesaño de su arco. Fueron milésimas en las que el silencio
infinito y las caras de los asistentes hacían recordar al Aleph de Jorge Luis
Borges. Se encontraron el todo y la nada en un solo lugar mientras el balón se
aproximaba a la red. Luego, como si fuera Hiroshima, el grito seco de gol se
convirtió en uno y no fueron los hinchas quienes lo exclamaron, sino fue la
Bombonera. El único grito que se podía distinguir entre la multitud fue el del
autor, quien lo gritó con desenfreno, con rabia. Como si de verdad supiera que
nunca le volvería a marcar un gol al equipo de la banda. Algo de no creer.
Abriendo un pequeño paréntesis,
curiosamente 3 meses después, el otro 10 que tiene el fútbol, hizo un gol
también de antología con la albiceleste puesta. Fue en el estadio del Maracaná
contra Bosnia. Dejó en el piso a todos los rivales, seguido de un pase gol a su
mejor amigo, el poste izquierdo, quien sólo tuvo que empujarla para hacer el
primer gol del discutido mejor jugador del mundial. Su celebración:
semejantísima a la de Riquelme. Con furia, desquitándose de lo mal que la
estaba pasando su equipo, agarrando la camiseta con tanto amor que parecía
odio.
Volviendo a esa noche del 30 de marzo de
2014, faltando pocos minutos para un aceptable empate cuyo único rato dulce fue
el tiro libre, Ramiro Funes Mori, un central nada del otro mundo, se alzó como
lo hizo la pelota de Riquelme minutos antes y logró conectar un gran cabezazo
que dejó al estadio azul y amarillo en un silencio atroz. Fue tanta la atención
mediática y en las redes que este hecho tuvo que, al parecer, Ramiro se empezó
a tener mayor confianza y su juego mejoró distintivamente. Esto sumado a las súplicas
de muchos hinchas hicieron que el mellizo Funes Mori lograra hacerse un puesto
entre los convocados de la selección Argentina en marzo pasado. Y sí, junto al
10.
Nos desviamos un poco de la línea. En un
tema como este hay tanto que abordar que cualquier distracción que se asome
puede dar para otras tres horas de debate. Si la historia cumple su labor como
debe ser, unos ya ganaron en el enfrentamiento de Sudamericana, es hora de que
los otros pasen en Libertadores. Por ahora, disfrutemos de los jugadores, de la
previa y del espectáculo.