jueves, 30 de abril de 2015

Sobre los superclásicos

En enero se jugaron dos. En noviembre, otros dos. En octubre otro –o se intentó jugar bajo la lluvia–. El domingo viene otro, el jueves otro y el siguiente jueves otro. Ocho superclásicos en 7 meses. ¿No es una gran cantidad?

Cuatro de estos partidos no se acordaron, se dieron ya sea por el azar, el destino o, en el escenario más escéptico, el amañe. Viendo un programa, que no es de fútbol, hablaban que juegue quien juegue, sin importar la situación ni las circunstancias, superclásico es superclásico. Es la mística que este inspira. Es el estado de ánimo que soportarán los hinchas hasta el siguiente. Es un partido donde no importa que tu equipo gane, sino que el otro pierda.

Pero, ¿no es mejor dejar almacenadas esas ganas? Que ese brote de pasión y sentimiento por un equipo explote de una manera aún más monumental cuando este juegue. No comprendo cómo es posible que un hincha tan fervoroso como lo es el argento logre soportar –y su corazón también– tantos superclásicos en tan poco tiempo.  Lo que quiero decir es que, con una seguidilla tan corta de estos partidos y sin importar lo trascendental que sea el encuentro –octavos de Libertadores como ahorita–, se desgasta ese encanto y esa magia que genera cada uno de estos espectáculos.

Claro, mucha gente diferirá. Para muchos, que hubiera un encuentro bonaerense cada ocho días. ¿Pero tanta repetición no agota el ánimo? Qué gracia tendría mofarse del equipo perdedor si en una semana el mofado puede ser uno, y luego en dos vendría la misma historia, y así.

Un superclásico es una cuna de ídolos, de historias, de leyendas. Es como una final: la tensión y los nervios generan un pésimo juego, pero un show hermoso, hasta Disneyworld tendría envidia: la salida, los tifos, los cantos, las hinchadas, los goles. Durante esos 90 minutos, la consagración para un jugador con su público está a la vuelta de la esquina. Las memorias que puede dejar en la mente del pueblo argentino y mundial  –recordemos que el superclásico argentino aparece catalogado por muchas publicaciones como un evento deportivo al cual hay que asistir antes de morir– son infinitas. Sino miremos un claro ejemplo reciente.

Era el último partido en el que Juan Román Riquelme enfrentaba a su rival de patio con el equipo de sus amores en Brandsen 805. Nos dejó claro que el fútbol se puede resumir en un gol: duró 4 minutos protestándole al árbitro por la cercanía de la barrera a la cual en 0,2 segundos dejó en ridículo, sumando también a Barovero, quien pareciera haberle querido rendir un tributo al último 10 del fútbol argentino. Se quedó estático, viendo como la pelota subía y bajaba por el cielo de Buenos Aires y como acariciaba el travesaño de su arco. Fueron milésimas en las que el silencio infinito y las caras de los asistentes hacían recordar al Aleph de Jorge Luis Borges. Se encontraron el todo y la nada en un solo lugar mientras el balón se aproximaba a la red. Luego, como si fuera Hiroshima, el grito seco de gol se convirtió en uno y no fueron los hinchas quienes lo exclamaron, sino fue la Bombonera. El único grito que se podía distinguir entre la multitud fue el del autor, quien lo gritó con desenfreno, con rabia. Como si de verdad supiera que nunca le volvería a marcar un gol al equipo de la banda. Algo de no creer.

Abriendo un pequeño paréntesis, curiosamente 3 meses después, el otro 10 que tiene el fútbol, hizo un gol también de antología con la albiceleste puesta. Fue en el estadio del Maracaná contra Bosnia. Dejó en el piso a todos los rivales, seguido de un pase gol a su mejor amigo, el poste izquierdo, quien sólo tuvo que empujarla para hacer el primer gol del discutido mejor jugador del mundial. Su celebración: semejantísima a la de Riquelme. Con furia, desquitándose de lo mal que la estaba pasando su equipo, agarrando la camiseta con tanto amor que parecía odio.

Volviendo a esa noche del 30 de marzo de 2014, faltando pocos minutos para un aceptable empate cuyo único rato dulce fue el tiro libre, Ramiro Funes Mori, un central nada del otro mundo, se alzó como lo hizo la pelota de Riquelme minutos antes y logró conectar un gran cabezazo que dejó al estadio azul y amarillo en un silencio atroz. Fue tanta la atención mediática y en las redes que este hecho tuvo que, al parecer, Ramiro se empezó a tener mayor confianza y su juego mejoró distintivamente. Esto sumado a las súplicas de muchos hinchas hicieron que el mellizo Funes Mori lograra hacerse un puesto entre los convocados de la selección Argentina en marzo pasado. Y sí, junto al 10.


Nos desviamos un poco de la línea. En un tema como este hay tanto que abordar que cualquier distracción que se asome puede dar para otras tres horas de debate. Si la historia cumple su labor como debe ser, unos ya ganaron en el enfrentamiento de Sudamericana, es hora de que los otros pasen en Libertadores. Por ahora, disfrutemos de los jugadores, de la previa y del espectáculo.

miércoles, 15 de abril de 2015

Sobre el transporte

Este siempre ha sido un tema de vital importancia y constante preocupación para mí.  A donde voy mi atención se centra primordialmente en el funcionamiento del sistema de transporte de esa ciudad. Me fijo en su estructura, su organización y esencialmente, en la manera en la que los ciudadanos lo utilizan. Claro, ahí es donde me centro porque de donde yo vengo no sabemos utilizar un medio masivo de transporte, así que cualquier asomo de un buen comportamiento, digno de humanos y no de neandertales como lo es en mi ciudad natal despierta mi interés.

No he pensado siquiera qué voy a escribir en este párrafo y ya me está subiendo la rabia y me contagio de la indignación que me produce reflexionar sobre el lugar donde vivimos. Porque, ¿en qué época estamos para que alguien se cole en una estación de Transmilenio arriesgando su vida para luego atacar la vida de otro cuya sublevación de intelecto (y de todo) era superior, y luego devolverse a su guarida tal y como llegó?

Si se van a indignar, si se van a quejar, háganlo bien. ¿Pero bajo qué fundamento (y escrúpulos y moral y ética) alguien que no paga un pasaje va a ir a cuestionar a las autoridades, al distrito y al sistema? Y aparte, esa “inconformidad” convertida en ira los conlleva a cometer actos vandálicos que empeoran toda la situación. Qué falta de respeto. Que falta de vergüenza. Yo no entiendo qué ha hecho esa gente toda su vida para cometer tales estupideces. Lo único que logran es llevar a la ciudad a un condición semejante a la que tienen dentro de sus cabezas. Claro, sé que para muchas personas $1.500 pesos entre el transporte y, qué se yo, la comida propia o la de sus hijos es una cuestión de gran relevancia; pero esa no es la actitud a tomar.

Tampoco quiero que entiendan que estoy diciendo que el sistema es tan genial que sus acosadores son unos ineptos (aunque de hecho sí lo son). Claro que el sistema tiene sus problemas, sus falencias, carece de claridad y de eficacia. Pero si se adopta con una disposición de esa índole no se va a llegar a ningún lugar.

Una ciudad desarrollada no es aquella donde el pobre tiene auto, sino donde el rico usa transporte público” es la cita que aparece en el editorial de hoy del periódico El Tiempo. Pues en Bogotá todos somos pobres. Y no lo digo por la condición social ni el nivel de adquisición, sino por los constantes estados de colapso al que entra la ciudad cada periodicidad. El autor aplaude el Transmilenio de la carrera séptima. El único que a pesar de ciertos altibajos, funciona decentemente. Sus pasajeros no son los usuales que se ven en una buseta cualquiera. Esto demuestra el disgusto que tenían las personas frente a los buses tradicionales, donde no hay espacio para uno, el pasajero, pero sí para el vendedor que para agraviar la experiencia le comparte su historia de vida, que siempre ha de contener mínimo dos homicidios pero que ya se rehabilitó para nuestra fortuna; donde las señoras comen mandarina o Bon Yourt; o donde el estado de los tubos es tan dudoso que un simple raspón es materia de preocupación, como le sucedió a quien escribe.

Claro, a toda luz tiene que llegar oscuridad. A toda mano hay que cogerle el codo. Ya hay personas que se escabullen debajo de los torniquetes o que su volumen de inteligencia es tan estrecho que caben dos en un solo hueco, para solo pagar un pasaje.

No soy un estudiado en el tema y puede que esté equivocado pero puedo proponer soluciones para el buen funcionamiento de las rutas, los buses y las estaciones. Pero para la plaga de colados y desadaptados las únicas medidas que tengo me tildarían de desadaptado a mí y de inhumano, por lo que prefiero reservármelas.

Es mejor también no hablar por ahora de los carros y sus fascinantes conductores, para eso también podría utilizar toda otra entrada. La finalidad de la entrada de hoy era simplemente sacar a flote ese pequeño disgusto frente a la sociedad en la que vivimos los bogotanos, por más que mis homólogos los blogueros también lo hagan desatando cada 8 días más repudio hacia la ciudad con sus habituales crónicas de atraco o trancón.

Cada vez más Bogotá se entona en el camino de una ciudad (el título mínimo que debería recibir) en términos de transporte público. El terrible matrimonio entre un sistema fallido e incompetente con una población ineducada, basta y grosera lleva a los espectadores a pasar por malos tiempos. Pero serán estos mismos quienes deben encargarse de hacerle una intervención a ambos miembros de la pareja, llevarlos al divorcio y promulgar así una mejor ciudad para todos.


Aclaro: este tema se me vino a la cabeza no por la editorial de hoy del diario, sino por las tres millones de adversidades que sufrí yendo y volviendo. 

Los tres de reposición de la semana: Manchester roja, como siempre lo fue; la clasificación de River y el gol de Santos Borré a Medellín

domingo, 5 de abril de 2015

Sobre la radio

Cuando me inicié en esa linda experiencia que es ir al estadio, lo hacía con mi papá y mi abuelo. El mayor era de Santa Fe. El del medio, del Cali. Y el menor, del paseo. Para mi tristeza, solo me llevaban a ese partido que ocurría  una vez en el año. No iba por ejemplo, a Millonarios-Cali por el miedo que despertaban los hinchas azules en mi familia. Miedo que sembraron en mí hasta el día de hoy. De las pocas cosas que recuerdo son el perro caliente que posteriormente mi estómago reemplazó por la lechona (aquella de la que ya hablé en una entrada anterior). También tengo una vaga imagen de cuando vino a jugar “Carepa” Gaviria con el Cali frente al único rival que yo tenía en ese entonces. Imaginen la confusión y el desconcierto que se pasaron por la mente de un niño de 9 años, a quien se le instruyó en su casa que las malas palabras no eran bienvenidas, ver a dos puestos de él a un par de jóvenes gritando hasta el cansancio “Carepa hijueputa”, y luego voltear a ver a su padre riéndose por el hecho. Yo no sabía si me estaban tomando el pelo o si mi papá una vez salía de la casa hacia el trabajo empezaba a putear a los jugadores del rojo. (Descanse en paz Carepa. Gran jugador, a pesar de toda la patada que dio)

Entre otros recuerdos aparece el transistor. Ese viejo radio gris Sony que les juro que si van al cajón del estudio de su casa lo encontrarán y funcionaría si le cambian esas pilas del año 2001. No tenía audífonos pero sí un altavoz que se ponía al lado de la oreja.
Mi papá lo llevaba y era práctico y fundamental para conocer no sólo ese 5 que siempre se le borraba a uno, sino entender si las jugadas dudosas eran lícitas o no, o conocer alguna estrategia o táctica de campo que desde la tribuna resultaba difícil de percibir.

La radio siempre será por excelencia la mejor amiga del periodismo deportivo en Colombia. Las secciones deportivas de los periódicos se limitan a dar el resumen del partido y carece la opinión, salvo una que otra columna. A excepción de canales netamente deportivos, los noticieros locales a duras penas muestran los goles del fútbol nacional, pues están más preocupados en mostrar la asistencia de James o la mirada desoladora de Falcao desde el banco al golón de Rooney frente al Aston Vila.

Pues amigos, si prenden sus radios o ponen el canal 982 en Directv, encontrarán la verdadera diversión. La verdadera crítica, la verdadera polémica. Hallarán las lenguas picantes, las imparciales, las conservadoras, las sonsas. Pueden ir desde la sola pasión (Rock and Gol) hasta la mera objetividad (El pulso del fútbol). Y es en este último programa en el que el autor quiere hacer un pequeño énfasis.

Si sintonizaron el programa del pasado lunes 30 de marzo, donde se da el espacio perfecto para conversar durante una hora el inmediatamente finalizado juego de Colombia frente a Kuwait, se darán cuenta que no siempre lo que creemos o lo que vemos (en televisión) es verdad.
El ejemplo perfecto a esta disparidad de realidades lo dio el mismo Iván Mejía. Mientras él y Hernán Peláez discutían la pobreza de juego y el déficit de ideas de los once jugadores azules  (hubo momento hasta para rechazar la nueva camiseta), el noticiero de un reconocido canal titulaba “Falcao imparable”. Mejía cuestionaba la veracidad de esas palabras, a sabiendas que los esfuerzos del 9 se redujeron en hacerle un gol de penal (que ni siquiera fue) a una selección que con todo respeto de fútbol no es nada. Me pareció acertado cómo en el programa salieron a refutar a aquellos quienes bajo su patriotismo acudieron a las peligrosas redes sociales a imponerle o “corregirle” al DT holandés que con Falcao los 90 minutos el equipo de Manchester tendría más éxito. Obvio, tendría más éxito si la Premier League fuera el United y 19 Kuwaits. No es lo mismo ser marcado por Fahad Alhajri y Mesaed Alenezi que por John Terry y Gary Cahill.


No vamos a entrar en más detalles sobre el partido, para eso ya está la columna pasada. Intento oír El Pulso del Fútbol cuando puedo. Me agrada que los temas alcancen tanto el ámbito nacional como extranjero y que estos sean adoptados bajo una postura imparcial, objetiva y realista. Y más aún, el profundo conocimiento de ambos locutores sobre ese deporte que tanto odiamos.