domingo, 21 de febrero de 2016

Sobre la oscuridad de la noche

A medida que los minutos pasaban y que el reloj bailaba, sus desesperados párpados se presionaban cada vez con mayor rigor. Parecían un par de limones. Tanta fuerza exprimiría una limonada de lágrimas, más saladas y agrias que ayer. Llevaba 4 noches bajo el mismo patrón. Cada noche se iba a dormir con la esperanza de que cada porción de sueño acumulado le pesara lo suficiente como para que un simple cierre de párpados le bastara para aventurarse dentro de sus sueños, donde jamás había soñado con limonada.

¿Alguna razón para tanto martirio? ¿Quién era el patrocinador de ese boxeador llamado insomnio que la noqueaba hasta la desesperación universal? Ninguna. Nadie. Aquellos días habían transcurrido más que normal. (¿Habrá sido eso? ¿Tanta tranquilidad?)
Era abogada. Se encargaba de supervisar y asesorar los asuntos legales del mercado del arte. Trabajaba con agencias, galerías, casas de remates y un par de amigos suyos artistas a quienes ayudaba a evitar que cayeran en los tentáculos de algunos hambrientos coleccionistas cuya voracidad y poderosa persuasión hacía que los propios artistas obtuvieran pérdidas, algo inusual en este negocio.

No era la mejor para el arte. Nunca lo fue. Las pocas veces que sus dedos tocaron un pincel, un bastidor o un lápiz de dibujo, fue cuando su mamá la impulsó, junto a su hermana, a dibujar un cuadro acerca de lo que más le gustara en la vida. Luego lo colgaría en un pequeño corredor de su casa tropical situada a pocos kilómetros de una heroica costa. Ella pintó un micrófono con cable de línea. Cuando su madre le preguntó el porqué del cable si ya existían inalámbricos, ella con una sonrisa paralela a sus gruesas cejas, dijo: “porque así puedo bailar con él”. Tenía 6 años.

De teoría sí era un poco más erudita. Le encantaba la historia del arte. De sus fascinaciones era ver cómo la pintura se encargaba de ilustrar las diferentes etapas y sucesos políticos que sucedieron a lo largo de las eras de la humanidad. Esto contrastaba con su inmenso amor hacia Monet, quien según ella coloreó su vida y esa misma noche se encontraba recostada sobre una holgada sobrecama de las Water Lilies.

Bromeaba diciendo que ella hubiera decorado Giverny aún mejor, pues le gustaban mucho las flores, en especial las amarillas.

¿El éxtasis de su vida? Tocar el piano con una delgada camisa negra que le daba un tono firme y puro a su piel. A veces usaba ropa interior morada o a veces roja. Sin embargo, decía que con la morada tecleaba mejor y que la roja le traía buena suerte. Lo cierto es que los dos colores magnificaban sus largas piernas y creaban una ilusión óptica que las hacía ver eternas e inmortales.

Tocaba dos o tres veces a la semana. Odiaba cuando tenía que quedarse hasta tarde para realizar llamadas a Europa relacionadas con su trabajo. Solía repetir una y otra vez “Para Elisa” hasta que un día John, su fiel amigo y su fiel amor, le rompió de manera atroz el Mi. John era un holgazán y ella una alcahueta hacia él. Su día a día se basaba en recostarse, barriga arriba, a ver hacia el cielo y a los sucios tejados de los edificios contiguos a su casa. John era un gato gris, un poco pasado de peso y tenía un problema en una pata, por lo que caminaba con un distinguido tumbado que la alegraba a ella cuando algo andaba mal en su trémula vida.

No le parecía correcto tocarlo a Beethoven una octava arriba o una octava abajo. Tampoco le aterraba el hecho de que se le olvidase. Por esas épocas encontró un re polvoroso disco de ‘Compositores difamados por ciertas aristocracias occidentales’ (??) y, oído a pleno, camisa negra y calzón rojo (nunca había comprobado la cábala de los 2 colores) sacó la Marcha Eslava en Si bemol menor y la tocaba como si estuviera a metros del Kremlin con térmica de 20 bajo cero y un aroma a papa fermentada que luego sería bebida por vastos hombres con pesados abrigos sobre sus hombros.

Como en el Kremlin, afuera hacia frío y la noche estaba despejada. Totalmente lo opuesto a su cabeza. El obtuso ángulo que formaban sus negras y tensas cejas en la parte inferior de la frente hacía intuir que la incertidumbre y la falta de certeza la apretujaban y le impedían, entre otras cosas, dormir.

Rendida y claudicada, se paró mientras que a regañadientes se preguntaba por qué tantas cosas tan inusuales e irrelevantes la atormentaban con tanto furor. Y claro, también las maldecía. Maldecir hace a las personas sentirse superiores a aquello que están puteando. Borran su vulnerabilidad y les señalaban a gritos no solo odio y reproche sino preponderancia.

Se puso unas medias negras que le llegaban casi hasta la rodilla y caminó hacia la cocina. La condición de la noche era tan oscura que no podía verse los pies. Cuando pasó por el piano apretó una nota suavemente, creando una sensación de que iba a quedarse rompiendo el silencio de esas tinieblas para siempre. Cada vez que pasaba por ese corredor tocaba una nota distinta dentro de la secuencia de la escala del Si bemol, esta vez mayor.

Aparte del clasicismo y toda esa música de peluca, de vez en cuando oía algo de la contemporánea. ¿Taylor Swift? Sí, pero ese no es un buen ejemplo para la atmósfera de esta historia.
-   ¿Entonces? ¿Don Omar?
-   Terrible
-   Pero si hablas de ropa interior, la piel y la noche, ¿No conviene?
-   No, así no son las cosas
-   ¿Arctic Monkeys?
-   Mejor…

Volviendo a nuestra chica admiradora de Alex Turner y sus amigos, al llegar a la cocina prendió el interruptor y, tras una secuencia de unos 8 titileos a lo largo de 5 segundos (una vida entera), la luz se había hecho. Totalmente encandelillada, se cuestionó por qué no había decidido qué comer previa a entrar a la habitación del pánico, donde esa noche el resplandor blanco de la luz la hacía ver con tanta penetración mientras su intensa piel no sabía si conjugar con el aire blanco o luchar con la tela negra de su camisa.

Salió en tres largas zancadas y, cuando se detuvo, modeló una pose característica en ella. La hacía cuando la situación la anonadaba y acto seguido, una emoción la inundaba para que luego soltara la carcajada más grande de todas.


Esta vez no fue la excepción.

Cerró los ojos, enseñó los dientes y una fuerte risa empezó a delirar. Ahí estaba. Su bien más preciado. Su sonrisa se podía ver desde cualquier rincón de su casa y desde su sonrisa podía verse cualquier lugar de su casa.


Le tomó unos minutos tomar aire de nuevo, calmarse y volver en sí. Se dirigió hacia una ventana a esperar al sol asomarse. Sin haber agarrado nada en la cocina, se sentó y suavemente sus labios esbozaron una sonrisa. Todo con las manos entre sus muslos.