A medida que los minutos pasaban y que el
reloj bailaba, sus desesperados párpados se presionaban cada vez con mayor
rigor. Parecían un par de limones. Tanta fuerza exprimiría una limonada de
lágrimas, más saladas y agrias que ayer. Llevaba 4 noches bajo el mismo patrón.
Cada noche se iba a dormir con la esperanza de que cada porción de sueño
acumulado le pesara lo suficiente como para que un simple cierre de párpados le
bastara para aventurarse dentro de sus sueños, donde jamás había soñado con
limonada.
¿Alguna razón para tanto martirio? ¿Quién
era el patrocinador de ese boxeador llamado insomnio que la noqueaba hasta la
desesperación universal? Ninguna. Nadie. Aquellos días habían transcurrido más
que normal. (¿Habrá sido eso? ¿Tanta tranquilidad?)
Era abogada. Se encargaba de supervisar y
asesorar los asuntos legales del mercado del arte. Trabajaba con agencias,
galerías, casas de remates y un par de amigos suyos artistas a quienes ayudaba
a evitar que cayeran en los tentáculos de algunos hambrientos coleccionistas
cuya voracidad y poderosa persuasión hacía que los propios artistas obtuvieran
pérdidas, algo inusual en este negocio.
No era la mejor para el arte. Nunca lo
fue. Las pocas veces que sus dedos tocaron un pincel, un bastidor o un lápiz de
dibujo, fue cuando su mamá la impulsó, junto a su hermana, a dibujar un cuadro acerca
de lo que más le gustara en la vida. Luego lo colgaría en un pequeño corredor
de su casa tropical situada a pocos kilómetros de una heroica costa. Ella pintó
un micrófono con cable de línea. Cuando su madre le preguntó el porqué del
cable si ya existían inalámbricos, ella con una sonrisa paralela a sus gruesas
cejas, dijo: “porque así puedo bailar con él”. Tenía 6 años.
De teoría sí era un poco más erudita. Le
encantaba la historia del arte. De sus fascinaciones era ver cómo la pintura se
encargaba de ilustrar las diferentes etapas y sucesos políticos que sucedieron
a lo largo de las eras de la humanidad. Esto contrastaba con su inmenso amor
hacia Monet, quien según ella coloreó su vida y esa misma noche se encontraba
recostada sobre una holgada sobrecama de las Water Lilies.
Bromeaba diciendo que ella hubiera
decorado Giverny aún mejor, pues le gustaban mucho las flores, en especial las
amarillas.
¿El éxtasis de su vida? Tocar el piano
con una delgada camisa negra que le daba un tono firme y puro a su piel. A
veces usaba ropa interior morada o a veces roja. Sin embargo, decía que con la
morada tecleaba mejor y que la roja le traía buena suerte. Lo cierto es que los
dos colores magnificaban sus largas piernas y creaban una ilusión óptica que
las hacía ver eternas e inmortales.
Tocaba dos o tres veces a la semana.
Odiaba cuando tenía que quedarse hasta tarde para realizar llamadas a Europa
relacionadas con su trabajo. Solía repetir una y otra vez “Para Elisa” hasta
que un día John, su fiel amigo y su fiel amor, le rompió de manera atroz el Mi.
John era un holgazán y ella una alcahueta hacia él. Su día a día se basaba en recostarse,
barriga arriba, a ver hacia el cielo y a los sucios tejados de los edificios
contiguos a su casa. John era un gato gris, un poco pasado de peso y tenía un
problema en una pata, por lo que caminaba con un distinguido tumbado que la
alegraba a ella cuando algo andaba mal en su trémula vida.
No le parecía correcto tocarlo a Beethoven
una octava arriba o una octava abajo. Tampoco le aterraba el hecho de que se le
olvidase. Por esas épocas encontró un re polvoroso disco de ‘Compositores
difamados por ciertas aristocracias occidentales’ (??) y, oído a pleno, camisa
negra y calzón rojo (nunca había comprobado la cábala de los 2 colores) sacó la
Marcha Eslava en Si bemol menor y la tocaba como si estuviera a metros del
Kremlin con térmica de 20 bajo cero y un aroma a papa fermentada que luego
sería bebida por vastos hombres con pesados abrigos sobre sus hombros.
Como en el Kremlin, afuera hacia frío y
la noche estaba despejada. Totalmente lo opuesto a su cabeza. El obtuso ángulo
que formaban sus negras y tensas cejas en la parte inferior de la frente hacía
intuir que la incertidumbre y la falta de certeza la apretujaban y le impedían,
entre otras cosas, dormir.
Rendida y claudicada, se paró mientras
que a regañadientes se preguntaba por qué tantas cosas tan inusuales e irrelevantes
la atormentaban con tanto furor. Y claro, también las maldecía. Maldecir hace a
las personas sentirse superiores a aquello que están puteando. Borran su
vulnerabilidad y les señalaban a gritos no solo odio y reproche sino
preponderancia.
Se puso unas medias negras que le
llegaban casi hasta la rodilla y caminó hacia la cocina. La condición de la
noche era tan oscura que no podía verse los pies. Cuando pasó por el piano
apretó una nota suavemente, creando una sensación de que iba a quedarse
rompiendo el silencio de esas tinieblas para siempre. Cada vez que pasaba por
ese corredor tocaba una nota distinta dentro de la secuencia de la escala del
Si bemol, esta vez mayor.
Aparte del clasicismo y toda esa música
de peluca, de vez en cuando oía algo de la contemporánea. ¿Taylor Swift? Sí, pero
ese no es un buen ejemplo para la atmósfera de esta historia.
- ¿Entonces? ¿Don Omar?
- Terrible
- Pero si hablas de ropa interior, la piel
y la noche, ¿No conviene?
- No, así no son las cosas
- ¿Arctic Monkeys?
- Mejor…
Volviendo a nuestra chica admiradora de Alex
Turner y sus amigos, al llegar a la cocina prendió el interruptor y, tras una
secuencia de unos 8 titileos a lo largo de 5 segundos (una vida entera), la luz
se había hecho. Totalmente encandelillada, se cuestionó por qué no había
decidido qué comer previa a entrar a la habitación del pánico, donde esa noche
el resplandor blanco de la luz la hacía ver con tanta penetración mientras su
intensa piel no sabía si conjugar con el aire blanco o luchar con la tela negra
de su camisa.
Salió en tres largas zancadas y, cuando
se detuvo, modeló una pose característica en ella. La hacía cuando la situación
la anonadaba y acto seguido, una emoción la inundaba para que luego soltara la
carcajada más grande de todas.
Esta vez no fue la excepción.
Cerró los ojos, enseñó los dientes y una
fuerte risa empezó a delirar. Ahí estaba. Su bien más preciado. Su sonrisa se
podía ver desde cualquier rincón de su casa y desde su sonrisa podía verse
cualquier lugar de su casa.
Le tomó unos minutos tomar aire de nuevo,
calmarse y volver en sí. Se dirigió hacia una ventana a esperar al sol
asomarse. Sin haber agarrado nada en la cocina, se sentó y suavemente sus
labios esbozaron una sonrisa. Todo con las manos entre sus muslos.