martes, 12 de julio de 2016

Sobre la intangibilidad del amor

El brillo de las luces del naciente sol se vislumbraban a través de las ventanas. Se veía una nueva tierra. Un lugar que está un día adelante del sol, pero a un millón de años luz de la vida.
¿Japón? Pokemon y Dragon Ball. Sushi y sumo. El tren bala y el Monte Fuji. El anime y el hentai. Qué más iba a saber. Nadie me dijo que tenían tres alfabetos, uno más complicado que el otro. Qué iba a saber que los desadaptados se paran en los 7 Eleven por dos horas a leer manga. Jamás sabría que se inventaron unos triangulitos de arroz llamados onigiris que consisten en el cielo envuelto en una alga. Nunca, pero nunca, imaginé que existía un lugar en el universo en el que te agradecen y te hacen una venia cuando sales del estadio tras haber gritado, puteado e insultado.

El distanciamiento genera una percepción de entrevisto de la historia. De cómo decisiones anteriormente tomadas conllevan a unos a triunfar y a otros a verse sumidos en un mundo no tan triunfante.
Difícil coexistir en un país que está a la par del avance y de lo que en el tercer mundo se conoce como la “civilización”, pero a la vez mantiene una lucha permanente por subsistir a costa de sus raíces y sus tradiciones que mantuvo celosamente bajo llave durante doscientos años.

Basta con una hora en el aeropuerto para darse cuenta por qué la histeria hacia la conservación de ciertos aspectos que terminan siendo únicamente ligeros detalles. Pues, son estos detalles los que hacen que una insignificante isla sea la tercera economía del mundo, tenga la mayor esperanza de vida y haya reconstruido una vía 5 (cinco) días después de que el peor terremoto de su historia la hubiera devorado.

Basta con una hora para que desde ya el país te empiece a cautivar. La invisibilidad del afecto golpea con mayor impacto y su efecto, con tanto descontrol, deja una dubitación sobre si nuestra existencia y nuestra ubicación es real, es añorada o es mentira.

En la tierra de los samuráis, sabios honorables con la lealtad como su arma más preciada, el cielo tiene un azul más penetrante. El viento tiene un olor que es frío, pero que agrada cada vez que se abre la ventana. La naturaleza produce una sensación húmeda pero, a la vez, un aspecto ardiente.

Fueron estos mismos samuráis quienes, al abrirse al mundo, cometieron el mayor acierto desde que crearon el nikuman (dumpling tipo japonés) y el mayor error desde que lo limitaron sólo a los tiempos del invierno.

Pero bueno, ya está, la cagaron. Le dijeron hola qué tal al capitalismo y al Súper Bowl y estos les tendieron un codo recubierto de uranio. Qué se puede hacer. Pues hicieron, y mucho. La cagaron y en 10 años construyeron el Shinkansen, una esclarecida bestia que abruma a cualquiera que lo ve y aturde a cualquiera que lo monta.

Shinkansen significa literalmente “nueva línea troncal”. Y eso es lo que es. Una innovadora línea de trenes de alta velocidad. Fueron los occidentales quienes optaron por llamarlo tren bala. Y efectivamente, el tren es una bala. Pero no había necesidad de alardearlo con ese nombre tan rimbombante. Un pequeño ejemplo de una cosa llamada humildad, que en este misterioso lugar humildemente no ven la necesidad de presumirla.

Y es que es precisamente el Shinkansen es el verdadero reflejo del renacer. De cómo surgió de las literales cenizas negras y verdes, ardientes y volátiles, un fénix cuya envergadura es quizá una las más grandes que jamás hayan existido, pero su vanidad e engreimiento pasan totalmente desapercibidas por el acusador ojo de hoy.



Los albergues de este fénix son tumultos regados de concreto. Un ecosistema donde la predominancia del gris genera una sensación de ambigüedad. Sólo se clarifica el altruismo que resuelve la lucha de las desigualdades y guía hacía el patrón del desarrollo, de la sensatez y de la sabiduría.

Cuando se ausenta el sol, ese que da la vida por estar nuevamente en primer lugar en el país de la cohesión, entran en escena el arrebatamiento, la pasión y la intensidad. El ímpetu de las precipitadas luces incandescentes de los anuncios hace que pareciera que lucharan entre sí por obtener un vistazo y acaso una opinión.

Medianamente al levantar la mirada y enfrentarse con avenidas, puentes, aplomos y disparates, fulgor y oscuridad, locales, inmutación, arrebato, el torrente de música apresurada, el desenfreno por encontrar el mejor ángulo, el alcohol, los ruidos, los sonidos, lo que está y lo que no está, las miradas que van y vienen, el deseo y el delirio hacia éste, los automóviles, la tecnología, el agua, la tierra, la altura, la bruma, las sombras, la desesperación, los trenes que salen, aquellos que dicen adiós, aquellos que sonríen, aquellos que ven esperanza alguna y aquellos que el infortunio los llevó a despreciar, aquellos que aman y aquellos que amaron, la constante búsqueda de lo idóneo, el sabor, los excesos, la sobriedad, la furia y lo invisible, se descifra que siempre serán obra del ser.

La blanda risa de un oriundo es una mezcla de sensaciones. Dan las ganas no sólo de volverla a oír, sino de volverá a ver. Son tan genuinos y auténticos que esta misma originalidad no les permite vivir a gusto con sí mismos y por eso recaen en el funesto hábito de prestigiar otras civilizaciones. Es una admiración inentendible y disparatada la que le prestan a otros mundos, a otros idiomas.

Las palabras suelen carraspear, pero por el hecho de escucharlos hablar ese lenguaje tan intrépido y programado lo sacrificaría todo. La palabra ternura se queda corta para describir lo que es un japonés hablando su idioma. Sus expresiones son concretas, pero sinceras. La timidez se desvanece como el trago que van bebiendo a un ritmo acelerado a lo largo de un período de tiempo que se destaca por ser modesto y breve.



Cuando desapareció la duda, llegó la confluencia de miradas con aquella pasajera al andar de un lado al otro. Se percibía una terapia de amor intensiva, tan intensiva como la profundidad de sus ojos. La suavidad de su cara sincronizaba perfectamente con su pelo. Y al final llegó. Fueron tres segundos de una mirada aguda, pensante y curiosa. Afirmaría que conocí en su totalidad lo que me restó por conocer en ese corto instante. De repente, se precipitó la risa. Quedé inmóvil, anonadado. Intenté reírme con la frescura con la que ella lo hacía. Imposible. La atracción sonrió y vanidosamente se apartó.

Cualquiera con todo el derecho del mundo encontrará la dificultad de diferenciar a un japonés de los demás asiáticos. Sólo hay que encontrar el brillo de sus ojos. No es más.



Este un lugar difícil de entender. Como en aquellas incoherencias cotidianas, el desafío por apreciarlo requiere de paciencia y entendimiento. No cautiva a todos pero sí a muchos. Enamora, ocasionalmente, a algunos.

No te da espacio para pensar. Son tantos latidos con tanta presión ametrallados a una velocidad espacial que obstaculizan que aquél desgraciado en busca de la desgraciada razón no tenga la oportunidad para encontrarla en esta ocasión.

Y hablando de sentimientos, cuando el cielo sobre las montañas se tiñe de morado y el cauce de los ríos toma tranquilidad, se inicia una ebullición de una materia desconocida e imperceptible. La intangibilidad del amor entra en su etapa crítica y lo inverosímil se adueña de la escena. Se esparce por medio de ecos y ondas transparentes. Este es un lugar donde dejamos sueños e ilusiones. Es un alivio que nos topamos ante el precipicio de la humanidad.

Todo ya está escrito. Pero al especular los grados de brillo, del contraste y de la luz, supe que las partículas de amor no se activan comúnmente. Son muy pocas las personas, los lugares o las situaciones quienes poseen la magia para alterarlas. Japón lo hizo de una manera descomunal. Quien escribe este texto lo experimentó y, sin aliento ni palabras, le seguirá agradeciendo hasta que el sol desaparezca.



Ya nos volveremos a encontrar.

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